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Instantáneas del Circo Salapia en México

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Aeropuerto de Ezeiza, 17:15 hs. Acabamos de abordar un avión del Loid Aéreo Boliviano, en minutos más, cuando el avión despegue, dejaremos –vaya uno a saber por cuánto tiempo– tierra de la de acá. Circo Salapia esta excitado, tiembla y resopla. Transpira amor. Quico lleva una bombacha marrón y a la cintura su pullover verde punto inglés. De saco Maxi, Ernesto, Ramiro y Diego. María se ríe. Román asiente silencioso con la cabeza. Martín, el Negrito, Manu, Piraña y Amancay, intercambian miradas silenciosas. Quedamos ubicados a prudente distancia desparramados a lo largo del avión. Es extraño el instante, ajeno a la memoria del viajero. Desde afuera nos veo y no doy crédito a lo que ven mis ojos. Faltan cinco minutos. Siento cierta nostalgia de mis amigos que filas atrás hablan. Torrente. El movimiento comienza. Una voz monótona repite precauciones.
Luego de la estadía fugaz en el salón de tránsito del aeropuerto de Santa Cruz de la Sierra regresamos al aire. Ya en la butaca me dormí. Al rato Manu me despertó para mirar el canal de Panamá. Imaginé barcos y sirenas donde solo veía luces pequeñas y difusas en la más absoluta oscuridad. Volví a dormirme. Al despertar la voz anunciaba la llegada temprana. Volver en sí. Desayunar. Bajar, subir, aduana, trámites, metro. Nos robaron. ¿Mande? Nos robaron. Pasillos, bultos, escaleras. Calles. Edificios. Tacos con picante. Ya estamos en México. La lluvia no para.

Los mexicanos son como en las películas. Trajes de colores estridentes. Cadencia dulce de un castellano rápido. Un abrazote. Mande. Ya le dejé el recado. Cierta retórica domina los modales. Puede ser el imperio de un idioma que les resulta extraño. Ajeno en la manera de nombrar las cosas cotidianas. Eso sí: se come con las manos. Tacos y tortillas. Fiesta del tacto a toda hora. Con trajes y vestimentas lúcidas las manos manejan los manjares. Picosos. Órale. La tarde comienza en el hotel Londres. El Negrito, que pulsaba la guitarra, se paró a mi lado a ver lo que escribía. Román toca las congas. De fondo la radio anuncia: Votar es una obligación, no se desentienda.
Setenta personas se reunieron alrededor del Circo Salapia en su primera función en tierra azteca. La gorra inaugural dio un saldo positivo de 180 pesos mexicanos. Mientras guardábamos el vestuario y los instrumentos se nos acercaron Las Palmeras Salvajes, un grupo de músicos venezolanos que participan de un encuentro internacional de arte popular. Luego de charlar un rato nos invitaron a visitar el barrio donde están viviendo. Al día siguiente llegamos a la comunidad Guelatao del Frente Popular Francisco Villa, una agrupación creada alrededor de la ocupación de tierras, igual a muchas existentes en México. Se asientan provisoriamente y ocupan otros terrenos donde construyen viviendas definitivas y dignas. Cuando se trasladan a sus nuevos hogares las viviendas precarias quedan para futuros beneficiados. Así han construido barrios enteros. En Guelatao viven provisoriamente ciento cuarenta familias a la espera de la vivienda y el barrio definitivo que ellos mismos se están construyendo. Ahí estaban viviendo los venezolanos desde hacía cuarenta y cinco días. Hermanos pues, carajos lindos esos, cuates sabrosos. Dimos función para la comunidad de Guelatao en el centro de una callecita larga, donde las puertas de ciento cuarenta familias distan entre sí unos pasos y siempre están abiertas. Previo a dar la función doña Ofe nos preparó unos huevos a la salsa e improvisamos tortas y tacos sin poder regresar del asombro.

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Los chicos, sentados en corro entre el cordón y el asfalto, hablan del colectivo que esta tarde compramos. Luego de idas y venidas interminables conseguimos un camión escolar marca Dodge modelo 1979. Hoy se cumplen diez días de viaje. Tenemos bañadera. En breve dejaremos la capital para iniciar la marcha trashumante. Armaremos el micro y zarparemos. La vida pasa y yo agarro retazos. Maderitas bruñidas. Relojes de arena. Pierdo el pintoresquismo de exóticas especies como el dueño de la tapletería La Barata. Pierdo los detalles triviales. México, si no mata, enloquece de amor.
Así la tarde. El sonido de un bajo. El Negro pulsa y esconde. Insiste Ramiro en La. Román, parche que suena claro, suena tumbo y retumbo. Hemos llegado aquí. México sombra. Modales y palabras afiladas al extremo. Cortan la lengua del que las pronuncia y sangran. Oscura piel cobriza esconde. El Negro pulsa. El sonido de un bajo. Las cercanías son el barrio. Más allá Guelatao, la Alameda Central, el Zócalo, Teotihuacán. México que nace en La. Insiste Ramiro. Saldrá Salapia al camino, pronto partirá con rumbo noroeste, pero al sur del río bravo. A la tierra de México, más allá de este mundo imposible, terriblemente angosto. Edificios nacidos de la boca del miedo. Obsesiones en cuerpo de ladrillo español. Esconde México, esconde en los modales. La palabra afilada, esconde. Suena tumbo y retumbo. Román. México, detrás del rabillo del ojo desconfiado guarda la certeza del golpe. Sigue escondiendo hijito. Papito sol, sigue. Esconde niño, sigue. Hoja del aire antiguo. Esconde lo que quieras pero ándale sabiendo: cuando Salapia salangana se enamora. Besa.
Ayer un viaje largo en la ansiedad nos alejó de México DF. Como no podía ser de otra manera salimos al revés. Andar Salapia no se pone a contar sílabas. Tepozotlán no es Tepoztlán y queda casi en dirección contraria. Una red autopista rodea el Distrito Federal y lo separa del Estado de México. Rodea y distribuye. Cuando nos dimos cuenta tomamos rumbo a Cuernavaca. En tiempo inesperado compareció la tierra con sus formas. Verdes de por acá mordiendo piedra leve. En loma y luego de a poco: cresta, relieve, línea. Hacia arriba. Árboles cuyos nombres desconozco alegran un fastidio Salapia de asfalto y correrías.
El Gordo se preocupa por los frenos y la caja de cambios. Hasta el momento Tepoztlán es un nombre confundible en un mapa de México. La tarde se acelera. Urge. Bajamos y subimos por la carretera libre. Cuando la noche se instala definitiva tomamos el desvío a Tepoztlán, dejando atrás la entrada a Cuernavaca. Paramos a cargar nafta y sin saberlo hemos llegado. Calles angostas. Toboganes de piedra bocha. Hacia arriba. Hacia abajo. No hay veredas. Solo gente con ojos sorprendidos. Un puno sin retorno nos arroja a la trampa. Retroceder es imposible.
Vamos con siete toneladas de fierro por donde solo vemos inclinación. Nadie sabe de un espacio propicio para estacionar. Agotados, nerviosos, nos acercamos a una plazoleta sobre el fin del mundo. Y ahí nos quedamos. La noche es un asunto sin marcha atrás. Estamos donde estamos. Ixcatepec, ayudantía municipal. Ixcatepec, la flor más linda de Tepoztlán. En la noche cerrada todo cae de maduro. Un farol en la esquina. Tres hombres con sombreros. Beben. Yo camino de ida y de regreso y tomo direcciones contrarias hasta que al fin me acerco. Nos acercamos todos. El trago nos invitan. La charla nos convidan.

Borrachos ellos, nosotros por estarlo. Cuates que cantaron para nuestros oídos y convidaron tiempo de olvidar y entender que el volar de la mosca no es la mosca. Al día siguiente el calor me levanta de un salto y de la oreja. A pocos metros de la bañadera el Gordo habla con algunos vecinos. Llegado al corro me invitan una cerveza. Son las once de la mañana. Traigo la cruda. Niego dos veces y en el tercer convite acepto. Poco a poco la jornada pasada va tomando su forma y ocupando un lugar en el reflejo. Las calles de Ixcatepec a estas horas del día no son bocas sin fondo, sino un lento ir y venir de vecinos que cuentan historias repetibles. Hace dos años Tepoztlán se alzó contra el gobierno y lo puso de patas en la calle. No hay policía aquí ni otra fuerza del orden. Los vecinos reunidos en asamblea deciden el destino de su comunidad. Cargamos agua. Saludamos. Y seguimos el viaje.
La gran boa Salapia danza y dice danzando mientras ríe: nada está perdido. Memoria va juntando. Huellas. En la escala del viento. Dimos función anoche. Trescientos treinta y siete pesos mexicanos. Estamos en Vallarta, sobre la costa del Pacífico. En estas latitudes el calor es cuestión que supera a cualquiera y deforma y fermenta las historias comunes. Las triviales ideas. Mientras escribo comento con los chicos las evidencias vinculares del hecho que toda fricción alcance un punto máximo antes de ocasionar una fractura. Cualquiera que haya apretado una tenaza con la intensión de cortar un alambre de fardo lo sabe. El Gordo dice fatiga de los materiales. Maxi límite de fluencia. Otras teorías se enuncian hasta que alguien concluye: todo resiste hasta que peta. Diccionario Salapia en movimiento. Peta: acción o efecto de petar. Petado: lo que ya petó o está a punto de hacerlo.
Bajamos del Nevado el martes por la tarde. La ciudad de Colima fue, en la mañana siguiente, una historia de trámites para autorizar la función de la noche. En el Ayuntamiento supe de la cercanía de Comala: sólo siete kilómetros. Terminados los trámites y reunido Salapia salimos hacia el pueblo de unas diez mil personas. Iglesia y campanario. Plaza con músicos al paso. Calles de altas veredas donde puertas abiertas dejan ver patios con macetas. Gente respirando el escaso aire del mediodía. El colectivo queda estacionado en una huella lateral. Con Lucas y el Negrito remontamos las calles, llegamos a la plaza y regresamos. Los chicos repensaron la función y el guiso del Piraña resultó escaso. Se habla, se polemiza, se prepara el vestuario y en un campito, alambre de por medio, se ensaya la función. Comala es blanca y breve. Un pueblo que se muestra transparentando cal en las paredes, al ritmo de herraduras, con alas de sombreros rosadas en la tarde por diestros dedos que de cuando en vez contestan un saludo. No se ven los fantasmas del abuelo Rulfo pero el calor se siente y la sequedad toda se concentra en la boca. Y uno los puede imaginar a los fantasmas. Vívidamente.
Estamos detenidos –por el constante recalentamiento del motor– en la ruta que sube desde la costa Oaxaqueña hasta la capital homónima. El camino asciende imperturbable. La marcha, viboreando, nos trajo hasta este pueblo colgado de la sierra. Pasadas la neblina y la lluvia el cielo se fue abriendo y las nubes quedaron prendidas en las crestas lejanas. Sentados con Ramiro, uno al lado del otro y en silencio, demoramos la tarde con los ojos anclados. Ahora en el vallecito, ahora en los filos o en los breñales altos que como tajos entran en los cerros. La montaña nos llama, el silencio se extiende y la nostalgia nos aferra al paisaje.
Miércoles de un incipiente otoño que en las fechas se anuncia. Llegamos hasta Mérida, capital del estado de Yucatán. Hemos pasado días, por diversos motivos, abrumadores. Es el calor y el tiempo que llevamos en tierras mexicanas. Presagios de algún extrañamiento más profundo que pugna por mostrarse en cuerpo entero. De Palenque hasta aquí la ruta fue de a diario. Viajando por las noches para estar de mañana tramitando permisos en los ayuntamientos. Soportando el calor hasta dar la función y seguir viaje. Así pasó la sierra Oaxaqueña, Tuxtepec, Acayucán, Villa Hermosa, Campeche, hasta llegar a Mérida en la mañana de este miércoles. Por las noches la ruta reconforta. Se hablan intimidades, se añora el mate.
Tulum. Algo está por concluir. Un segmento de tiempo. Una historia concreta. Un ritmo. Ayer miré los golpes de la espuma en la orilla. El golpeteo minúsculo de las olas de este mar antillano con colores fielmente definidos, agua turquesa, arena blanca, tan pequeñita. Manecitas del agua que levemente llaman hamacando sus dedos hacia adentro. Hoy por la tarde estuvimos con Quico buceando en los corales, ese mundo al alcance del cuerpo sumergido. La belleza del tiempo que se detuvo cuando alzamos los párpados debajo de la línea de flotación y abrimos las ventanas de un universo jamás imaginado donde reinan los gestos.
Hace ya nueve días salíamos de Tulum, dejando atrás el mar y la impaciencia de ese sedentarismo caribeño, que tanto nos sirvió para ordenar sentidos, sinsentidos y el interior del bondi. Frescas son las mañanas del bello San Cristóbal. Es un placer Salapia, con mayúsculas, regresar a un paisaje quebradizo.
San Andrés es un pueblo en los altos de Chiapas. Un pueblo pequeñito con su plaza y su iglesia bien pintada. Pequeñita es también la altura de este valle, donde unas cuantas huellas hacen esquina y se pierden por la tierra hacia abajo. Hay perros por las calles del lindo San Andrés. Perros opacos, negros, atigrados. Todos flacos. Y gente que camina y se detiene a observar nuestro bondi en medio de su pueblo. Porque San Andrés es de la gente que caminando lo vive y viviendo va. Con sombreros los hombres. Las mujeres luciendo mil colores en vestidos de grueso algodón. Los chicos en bandadas. San Andrés Sacamchén. Sede de los diálogos entre el gobierno y los Zapatistas. Hoy municipio autónomo, acosado por el poder central. Aquí llego Salapia tras camino sinuoso a preguntar por don Miguel García, el hombre que nos hizo pasar a una oficina, donde había una mesa con unas cuantas sillas y una vitrina con la bandera de México cruzada por una charretera.

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Es amable don Miguel. Chaparrito y de ojos revoltosos. El sábado que viene será la fiesta del pueblo y nos propone a dar función ese día. Poco podemos conversar, porque de español sabe lo necesario. Pero alcanza para entendemos. Acordamos que el sábado vendremos a la fiesta y hoy daremos función si la lluvia nos deja.
Amanecimos sábado en San Andrés. Luego del mate salí a caminar por el pueblo y anduve los caminos que lo rodean. Hacia los cuatro puntos cardinales el paisaje se multiplica en sembradíos de maíz, papa y frijol. Las casas son de adobe, los corrales pequeños, los animales curtidos. El San Andrés urbano son unas pocas cuadras de casas bajas con techos de tejas coloniales y musgo en las paredes y en los capiteles. Dos hileras de cinco manzanas rodeadas de valles sembradíos. San Andrés es asombro por donde quiera uno echarle el ojo. La tierra, la labranza, los hombres, las mujeres, la bruma, los chamacos, el perrerío. Recorriendo este pueblo siento deseos de prolongarlo en el ojo, del mismo modo que deseo a veces que la trama de una película emocionante nunca concluya. Deseo esta tierra entrando por los ojos. Esta tierra y su gente que es lo mismo: luz y silencio creciendo desde el barro.
Pasado el mediodía la voz de don Miguel anuncia la función en tzocsil por los altoparlantes. Solo entendemos “circo” y “argentinos”. Y entendemos las ganas de la gente. Oscurece y la bruma regresa y se acentúa. No logramos armar el escenario porque estamos rodeados. Desde que llegamos a San Andrés un enjambre de niños no para de asomarse por las ventanillas y amontonarse en la puerta del bondi. Acorralados escuchamos sus voces, como enjambre de abejas, comentar en tzocsil el gran suceso. Les insistimos que nos hagan lugar pero no retroceden ni un tranco. Así es que damos la función rodeados de chamacas y chamacos que ocupan el espacio por delante y detrás y a los costados. Alegres, fascinados, entre decenas de cabecitas bamboleantes, lanzamos al aire música y malabares, provocando estallidos de risa. Detrás de las arcadas, a medias escondidos, los adultos del pueblo nos celebran. Silenciosamente.
Llegó diciembre. Mañana abandonamos San Cristóbal. Hoy daremos la última función en la Plaza de los Héroes. El sábado hubo una marcha zapatista y no dejo pared de la ciudad sin pintar. Aquí en San Cristóbal hasta hace diez años la gente nativa se bajaba a la calle para dar paso a los blancos cuando estos venían caminando por las veredas de a un paso del pueblo. Con la de hoy serán once las funciones que dimos en la Plaza de los Héroes. La recaudación ha sido escasa pero es notable el entusiasmo de la gente.
A esta hora, en Ñirihuau arriba, Dionisio sale rumbo al corral de las chivas. Agarra la mamadera con menta que le preparó la patrona, se calza el gorro y sale. Pasa la tranquerita y paralelo al río se larga hasta el corral del fondo. Ríe alisándose el bigote. Viejo, flaco y sonriente. Menta para las crías empachadas. Es verano, a esta hora, en Ñirihuau arriba. Aquí se hizo la luz desde hace un rato. Último amanecer Salapia en suelo mexicano. A la distancia me miro transcurrir entre las cosas achicando los tiempos de la espera, disfrutando el trabajo compartido y amaneciendo a diario antes que el sol se muestre, a esta hora en que Dionisio trajina en los corrales o levanta las chivas hacia el cerro detrás de las casas. Otros amigos dormirán a esta hora. Otros, al igual que nosotros, estarán mateando. Vamos rumbo a la frontera entre México y Guatemala y el camino, entre la sierras altas y abiertas, a un paso de la lluvia, de a ratos nos convida con un cielo plomizo levemente escamado de nubes.
Sebastián Di Silvestro.
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Revista Rumbos.

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El paso de los Circos.

El paso de los circos por los diferentes pueblos es mágico.
Una mañana te levantas y en el terreno de tu barrio donde no había nada, como por arte de magia empiezan a aparecer los primero camiones y casillas, entonces si todavía no se pueden ver los carteles la gente especula, será un circo o un parque de diversiones. En las primeras horas de la tarde se devela el misterio, o porque se ve algún cartel o las primeras propagandas por las radios... era un circo nomas.
Después vuelven los niños del colegio diciendo que tienen un compañero en la escuela nuevo y que es del circo y así se va construyendo esa mágica historia que ocasiona la llegada de un circo al pueblo. Al día siguiente se empieza a ver en lo alto la carpa que va tomando forma y da otro color al barrio , después vas a almacén y la dueña te dice que tiene de clientes a "los del circo" y eso genera otro tipo de conversaciones y especulaciones y ya el próximo día le pide entradas para los nietos, le pregunta que hace y después lo reparte entre sus clientes y así va creciendo la imaginación de la gente, se fabula, se inventa, se recrean historias.
Y entonces llega el gran día la señora que iba al almacén es la que atiende el bufet, el niño de la escuela participa en dos o tres números, así cada uno se va transformado y caracterizando para que la gente disfrute del mejor espectáculo que existe para la familia.
El circo se queda el tiempo que ha pactado jugando con la publicidad "Último y definitivo día" después a lo mejor se queda una semana más. Los habitantes del pueblo también juegan al efecto sorpresa si bajan las entradas o llega el dos por uno, y sigue causando el efecto magia/sorpresa hasta... que un día te levantas y el terreno vuelve a estar sin nada, esperando la llegada del próximo circo o parque de diversiones que como todo hecho mágico vaya a saber uno cuando será...
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